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"Mal de altura: Una reflexión profunda sobre la vida y la percepción" | EL PAÍS Chile

La sinopsis de "Mal de altura" se revelaba, a primera vista, como una desviación en la estética del autor: el protagonista es un profesor encargado de impartir clases de ética a un empresario condenado por corrupción y cohecho. De este modo, para un escritor que ha cultivado lo anecdótico, lo mínimo, la digresión y el fragmento en sus obras, esos ecos del Chile contemporáneo podrían haber dado lugar a una profunda alegoría sociológica de un país fracturado por los escándalos de cuello y corbata o por la infiltración de un neoliberalismo que tiende a permeándolo todo. Sin embargo, en esta nueva novela, Gonzalo Maier (Talcahuano, 1981) opta por la linealidad de un relato extremadamente sencillo, en el que predominan el desencanto y el cinismo de su protagonista, alrededor del cual no parece ocurrir nada especialmente significativo ni, incluso, digno de atención.

No obstante, como en toda la obra de Maier —y a diferencia de gran parte de la narrativa chilena, acostumbrada a lo serio, grave y profundo—, el humor juega aquí un papel fundamental. No es un humor estridente de risotada fácil, sino una ironía sutil que empapa toda la trama y a sus personajes. El principal de ellos es Sócrates Saavedra, un profesor de filosofía (¡vaya oficio para un Sócrates!) que, luego de haber estudiado concienzudamente su doctorado en Alemania, hace clases de estética en una universidad capitalina ubicada en la cota mil de la precordillera. Allí recibirá el encargo de la decana, amiga suya desde antaño, de realizar un curso para Juan Agustín Echaurren, empresario portentoso que, luego de haber financiado durante décadas al sistema político de manera irregular junto con un antiguo socio, es condenado por un juez a asistir a clases de ética.

La relación con Echaurren rápidamente excede el vínculo entre profesor y alumno. Si en las primeras clases la conversación se limitaba a comentar los textos clásicos que se preguntaban por la virtud o la vida buena, la dinámica peripatética propuesta por Saavedra hace que se conviertan, si no en amigos, al menos en compinches obligados a sortear todo un semestre de conversaciones que van mucho más allá de la sala de clases. Comienzan saliendo a caminar por el descampado precordillerano vecino a la universidad, pero luego terminan frecuentando la casa del empresario o clubes de jazz con Amanda, amiga y vecina del profesor con el que este tiene una relación ambigua. Lo anterior, a su vez, cruzado por el reconocimiento de lo valioso que puede ser el ejercicio impuesto por el juez en una condena que tiene, qué duda cabe, tintes de ridículo: “Es una buena pregunta: cómo vale la pena vivir. O qué es la vida buena. Al menos a mí me parecía algo interesante de responder, una pregunta digna de dedicarle la vida entera, incluso”.